A un con el frío colándose por las aberturas de la ropa y depositándose cómodamente en las extremidades, disfrutamos de unos días de conciertos. Créanlo o no ese es compromiso. (Yo sentía que saliendo la nariz se me iba a congelar, caer y que me confundieran con Michael Jackson y yo de él conozco casi todas, pero ni una me sé de memoria)
Cuatro días de actividad en el Auditorio Municipal, de mucha variedad. Nada, ningún día fue igual (supongo, eso es en lo que consiste la variedad).
El primer día, un tenor y una soprano hicieron lo que quisieron con los oídos de los presentes. Estábamos embelesados con sus canciones del mundo.
Yo descubrí, que mi cuerpo recibe de manera diferente esas dos tesituras. Siempre escuchamos eso de que “me pone la piel chinita”, pero hay grados, lugares e intensidades.
Por ejemplo, el tenor, Óscar Roa, en la máxima expresión de su voz, me pegaba de lleno en el pecho y sentía ese “enchinamiento” en los alvéolos, ramificándose hacia arriba y a los brazos, conforme la intensidad.
La voz de la soprano Gisela Machado, me sorprendió a veces por el costado derecho, desde la cintura hasta la axila, subiendo por el omóplato hasta la base de la nuca.
Entre ellos el piano de Felizardo Andrade, que corría por la línea del ombligo.
No que así sea, pero así ocurrió conmigo y fue fantástico.
El segundo día estaba dispuesta a dejarme llevar por el frío y el calor del espectáculo, no sé tal vez con el costado izquierdo, el cuello o una pierna tal vez, pero nada de eso ocurrió.
Lo que ocurrió fue una locura. Más bien fue una serie de sobresaltos, uno tras de otro. Quedémonos con que, sin duda, fue un evento singular e impactante, (que ya ahondé lo suficiente en el tema en mi blog ).
Ahora bien. El tercer día con el Mariachi de la armada de México, aquello (el Auditorio Municipal, por supuesto) estaba a reventar. La gente estaba de buen humor, coreaba las canciones, se reconocían compadres y se entusiasmaban las amistades. Hasta los más rejegos se contagiaban de la alegría que afloraba a trompetazos.
Lo único que faltó en aquel micro Garibaldi apretujado (la plaza, no en grupo), es que corriera el tequila. Y cuentan las malas lenguas, que si hubo quién sabiamente previo esa cuestión. Pero bueno, no me crean a mí, no me consta, porque, si he de ser honesta, no fui. Pero si de algo sirve el consuelo, vi las transmisiones en vivo en Facebook.
El cuarto día no estuvo tan lleno, y qué lástima la verdad, porque los Hijos de Frank estuvieron fantásticos. Esa sería mi definición de boy band: cuatro chicos sin coreografías, cada uno en un instrumento. Una cajita como percusión, un bajo, dos guitarras (una más grande) y con eso armaron algo en grande.
No los conocía. No los googleé ni nada. Quería llegar con ellos sin prejuicios ni ideas. Quería conocerlos en el lugar y … pues me hice su fan. Eso ocurre con el talento.
Un estilo que se me antojo rockabilly. Tocaron desde los Beatles, hasta Joan Sebastian, con el mismo gusto y que obvio canté, (incluso la de Joan Sebastian. No me juzguen, que ya hubo quien lo hiciera al escucharme cantar).
No hubo estremecimientos de impacto (como en la ópera), pero si una creciente alegría que lograba calentar el cuerpo.
Hasta una señora, a la que veía de reojo, golpeaba discretamente su manita al ritmo contra su rodilla. No había quien se escapara.
Terminaron rocanroleando con “Eeeey Lupe, Lupita mi amor”. Se pararon todos con esa canción que fue la “extra” (ya ven que uno casi nunca está satisfecho, y que uno casi siempre termina pidiendo “otra, otra”), a despedir el FAOT 2017 subsede Puerto Peñasco.
Que puedo decir. Obvio no es Álamos (mera meca del FAOT), entiendo. Sin embargo, si se lo perdieron, es una pena. Para empezar, fueron unos días fuera de lo común, seguido de que fueron una muestra variada de estilos. Unas veladas muy ricas a las que les faltó bebida o les sobró frío.