Para los amantes del café el drama no les es ajeno: encontrar el lugar idóneo de degustación, reflexión o reunión.
Por ejemplo, desde que cerraron el Mario’s coffee (ya hace tiempo), hay un grupo de cafeteros que ya no se haya en ningún lado, o que les está costando trabajo hallarse. Obvio ya no es lo mismo (al parecer uno de los más grandes inconvenientes es que no todos tienen el buen gusto de abrir a las 7 am).
Los sibaritas del café somos animales de costumbres. Encontramos un café que cumpla nuestras necesidades y ya está, podemos incluso convertirnos en parte del mobiliario.
La tragedia se suscita cuando quieres un café con más de producción que el casero (el shot de café, espuma, sabores, canela, ambiente diferente), y resulta que ese día, te encuentras con las cafeterías de tu repertorio, cerradas a cal y canto (por razones varias y las que fueren, el caso es el mismo: cerradas). Entonces, la zozobra, (bueno, primero la ira y luego la zozobra).
Cuando me ocurrió, entonces solo quedaba una opción, que, si bien me queda un poco lejos, también se me antoja de un snob estridente. Aunque crean que lo soy, y que me encanta toda esa onda, opino que mis necedades rayan más bien del lado de la neurosis, que del esnobismo (estoy de acuerdo, es debatible, pues no es algo confirmado por ningún psicólogo).
No me malentiendan, cada cafetería tiene (o por fuerza debería tener) su aura, su toque, que es lo que atrae a diferentes tipos de personas. Ergo, esa cafetería atrae a otro tipo de personas, pero no a mí. Me gustan los lugares con rincones más íntimos, sin mucha gente para que no me sienta en gallinero.
Siguiendo con el relato, fuimos hasta allá. El resultado: un servicio bastante regular y un cuentón (a saber, que el cambio de leche te lo cobran a precio de litro entero y las añadiduras, a precio de shot coqueto en bar), de los que me quejé amargamente en un post de Facebook.
Lo compartí, solo por contar un evento del día (tengo la firme intención de escribir algo cada día, como un ejercicio de creatividad), la verdad no esperaba que me hicieran caso más allá del like, unas risitas, si acaso un “ay que sangrona” por la anécdota y san se acabó.
Sin embargo, eso llegó a ojos de una barista, de quién recibí un curioso inbox.
En él, Sara Mata, me invitaba a visitar su cafetería y comparar precios (los cuales eran bastante asequibles); Maxi House Café, en el Boulevard Josefa, un pequeño local frente al mercado de refacciones. Un local que “no mucha gente ubica, pero que las clientas que me han visitado, han sido constantes” según mencionó. Y no solo eso, ya que el latte fue el objeto de mi queja, ella me invitaba uno de mi preferencia.
Me alegró mucho. De una forma franca, personal y agradable defendió el honor de su cafetería. Y me invitaba un café. No se puede decir que no a eso.
Entonces en una salida de amigas, sugerí la cafetería en cuestión para conocerla.
Bueno, tengo que advertir que, si era cierto: su ubicación es difícil. El exterior es de decoración muy sencilla, con tintes bohemios. Si soy honesta, no es especialmente llamativo. Sin problemas te puedes seguir de largo si no sabes lo que buscas.
Pero, ya cruzando la puerta el clima cambia, es agradable. Las luces ni fuertes, ni muy suaves; unas sillas, una salita y una larga barra para degustadores solitarios o con computadora. Una pared de pizarrón y de ambiente, música de Caifanes. Yes, please!
Sara estaba ahí, y nos atendió muy bien. Daba la impresión de ser una persona feliz con su cafetería, y esos son puntos a favor en mi escala.
Se acordó de mí (y qué bueno, porque yo no sabría cómo sacar a relucir el tema del mensaje y el café gratis), y no hubo necesidad de nada. Ella me preguntó si quería un latte de sabor amaretto o de algún otro. Y yo con mi ojito cuadrado ante la prodigiosa memoria (ya había pasado un rato entre el mensaje y mi llegada al lugar). Luego me preguntó que qué tan fuerte me gusta el café.
No lo hizo con prisa, ni con modismos mecánicos de empleado. Ella se movía como si fueras un invitado en su casa. Un invitado al que, además de todo, le cayeras bien. En fin, que terminé sentada en un sillón, junto a la ventana, con un café de sabor bastante agradable entre mis manos.
Llegaron unos amigos, en gran fiesta y plática. Creo que era cumpleaños de una amiga de ella y Sara participaba desde la barra, sin inhibiciones o falsas seriedades. Nada de eso. Pero tampoco se abstraía, descuidando sus alrededores. Por supuesto, que eso son puntos extra.
Tiene internet, es tranquilo; está como aislado del exterior. Una burbujita con olor a café y en la que ponen rock en español, (o por lo menos eso me tocó a mi).
«¿A qué hora abres?» hice la pregunta de rigor. «A las 8:00 a.m. en puntito», «¿Y cierras?», «A las 10.00 p.m.», «¿Todos los días?», «Bueno, ahorita estoy cerrando los domingos, pero ya estoy pensando en abrir. Todo depende».
Asentí, no quise saber realmente de qué dependía. El horario ya es bastante bueno y no es una cafetería de franquicia. Si no puede abrir el domingo, sus razones tendría.
Yo sé que va a sonar extraño, pero tenía que preguntar si ella, Sara, estaba ahí siempre. «Sí, por lo regular me encuentras aquí». El asunto es que en lo personal (cada quien es libre de creer lo que quiera y de enarbolar sus correspondientes neurosis), me gusta cuando la gente que tiene una cafetería, la atiende, (y si no la atiende, por lo menos está ahí). Su presencia y su forma de hacer el café, es lo que le da a la cafetería su toque de distinción. El plus de la personalidad.
Entonces, paso la voz. Supongo a los cafeteros no les molestaría probar ese lugar por las mañanas.
Y si alguna vez me ven cruzar la puerta, de una vez les digo ¿ven el sillón junto a la ventana? That’s my spot.