Navidad en altamar

Contribuido por Guillermo Munro Palacio – Anécdota de Héctor Munro Palacio – Foto: Guillermo Munro Palacio

El 18 de diciembre a punto del mediodía de 1958, zarpamos al camarón con rumbo a las Islas Encantadas. El barco era el Río Yaqui, de don Julián Bustamante, en esta ocasión no era el titular Jorge Robles “el Pizcachas” viéndose obligado a quedarse en puerto cuidando a su esposa a quien el doctor Roberto Gracida le había recomendado reposo absoluto y completa inmovilidad debido a un embarazo, Jorge se quedó a cuidar a su esposa y a sus pequeños hijos en aquellos años. En su lugar iba su primo Beto, “El Pescado” Contreras, el motorista Luis Irineo; el cocinero era “el Maestro” Moro y el apodo no era porque fumaba mota sino por el color de su pelo. Los tripulantes éramos Santos Gutiérrez, el Yeto Araiza, el Beto Moro, Ramón el Brevas y su servidor, Héctor Munro Palacio.

Era evidente que no pasaríamos navidad en casa y el maestro cocinero se había preparado para celebrarlo como se acostumbra la cena navideña con tamales y menudo. Llevábamos todos los ingredientes para elaborar la cena y así fue.

Trabajamos cinco días y sus noches bajo unas aguas increíblemente calmas y templadas a pesar de ser temporada de invierno.

En la madrugada del 23 de diciembre se desgranó la maquina Caterpillar del Río Yaqui.

Esa misma mañana a las 10, Luis Moreno, “el Tiracortito” recibió nuestra llamada de auxilio por radio y nos remolcó al lugar más seguro y cerca que era San Luis Gonzaga, una pequeña bahía rodeada de cerros con una sola entrada, tan tranquila que ni siquiera el café se tiraba. No entraba marejada y era un lugar precioso y apacible. Lo único que había entonces era una ramada de petate donde se decía pertenecía a un americano que venía a pasar los inviernos, sin embargo, la ramada estaba deshabitada.

Allí anclamos el día 23 y al amanecer el 24 de diciembre de 1958, muy temprano nos llegó el aroma del café recién colado. El maestro Moro nos asignó a cada uno de nosotros una tarea para la preparación de la cena de navidad, en esa noche, la más larga y hermosa por ser el día y la noche en que nació nuestro salvador Jesucristo.

En la banda de estribor, el maestro Moro y yo nos dedicamos a limpiar parte de la panza del menudo y en babor de la misma popa, el Yeto Araiza y el Brevas hacían lo mismo pero era más el tiempo que alegaban que el que trabajaban.

Allá en la boca escotilla del barco (que nos servía de mesa), estaba el Beto Moro y Santos Gutiérrez preparando la masa de los tamales mientras Luis Irineo se dedicaba a limpiar las patas para el menudo.

Muy en su papel, “El Pescado” Contreras se dedicaba a cocer los ingredientes, la carne, el chile colorado y demás cosas que se iban a necesitar. El maestro Moro era un experto en esos menesteres ya que era originario de Imuris, Sonora, pueblo famoso por el buen gusto sonorense, así como Terrenate, San Ignacio y Magdalena de Kino, Cucurpe y otros alrededor. El maestro y su señora eran expertos también en la preparación de los buñuelos. Nosotros seguíamos sus instrucciones al pie de la letra.

Serían alrededor de las diez de la mañana y entretenidos como estábamos, no nos dimos cuenta cundo entró a la bahía una lanchita de fibra de vidrio de 16 pies con dos norteamericanos.

Llegaron y se atracaron, los invitamos al café. Se acomidieron a ayudarnos en la preparación y la estaban pasando muy bien. Los dos americanos de aproximadamente veinte o veinte y dos años no hablaban español ni nosotros inglés, pero bromeábamos a señas, gestos y mímica. Como pudimos hacerles saber, los invitamos a cenar esa tarde, cosa que entendieron porque se quedaron hasta el final.

Llegó la tarde de aquel precioso día víspera de navidad, ya para entonces, para sorpresa de nosotros, el maestro Moro sin decir agua ya había preparado dos calentadoras llenas de canela haciendo aparecer un litro de alcohol de caña de 96 grados, el primero porque después sacó otro de las mangas. Empezamos a preparar los sabrosos calientitos que fueron animándonos con cada trago.

Mientras tanto Luis Irineo empezó a lavar una cajoncito con jabón Fab. Era el cajón donde guardábamos los guantes para descabezar el camarón y las picas que usábamos para seleccionarlo. Después ante la mirada curiosa de nosotros, se perdió en la caseta y apareció con papel estaño de las cajetillas de cigarro. Luego trajo la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y San Francisco Javier, imágenes que no faltaban en los barcos en aquel tiempo. Luis había formado un altar con lo que encontró a la mano.

En el calorcito que empezábamos a sentir y la animación del trago, se pasaron las horas. Ya se había ocultado el sol tras las montañas de la Baja California, pero era temprano todavía, más por estar encajonados en aquella bahía, el sol se perdía más temprano. De repente cuando ya se perdía la luz del día, vimos aparecer por la boca o entrada de la bahía de San Luis Gonzaga, lo que parecía una embarcación de buen tamaño. Nos dimos cuenta que era una canoa de un solo palo, una canoa con dos tripulantes impulsada por dos canaletes cortos. Eran dos jóvenes cachanillas donde no acostumbraban los remos para impulsarse sino canaletes; los cachanillas eran campeones para canaletear. Se oía claramente el penetrar de los canaletes en aquellas aguas tranquilas al pasar cerca de nosotros.

Se dirigían a un lugar de la bahía para pernoctar y alguien sugirió que los llamáramos, les gritamos y les hacíamos señas. Se nos unieron. Eran pescadores tímidos, introvertidos pero muy decentes. Eran dos hermanos, uno era Armando y el otro Roberto de apellido Cota Romero. A pesar del frío solo llevaban puesta una camisa arriba de la otra. Se dirigían a San Felipe. Venían de Santa Rosalía empujados por la necesidad que los hizo huir de las pobrezas que golpeaban la península de baja California de los años 50.

Les preparamos rápidamente dos vasos de café caliente. Eran realmente tazas de peltre, espéciales para usarse en los barcos, ya que las de cerámica se rompían fácilmente. El café ya iba con un chorro de alcohol. Probablemente uno tenía veintidos años y el otro alrededor de veintiséis años. delgados, correosos, fuertes. De buena estatura. Gente limpia sin vicios, agotados de remar tantos días.

Así caminaba la noche mientras oíamos en la XECL de Mexicali, los cánticos y villancicos navideños mientras en bromas y tragos estábamos felices en aquella noche de paz, noche de amor fraternal. El cielo límpido sin luna pero tachonado por millones de estrellas que parecían luces en un majestuoso árbol de navidad celestial. Luces que se reflejaban en el espejo de las aguas tranquilas de la bahía San Luis Gonzaga.

Quizás por la nostalgia que nos embargaba a todos por no estar entre nuestros seres queridos, nos sentíamos más humanos, más hermanos, más tiernos de corazón con una paz interior difícil de describir, una paz enorme y una alegría sana que sobrepasaba la nostalgia de estar lejos de nuestros familiares.

Todos los años en cada navidad, se las ingeniaba el maestro Moro y su esposa para celebrar una velación en el barrio del campo de en medio. Como siempre, el maestro le ayudaba a su esposa con las canciones y letanías que ellos sabían. Embargado por ese espíritu, el maestro nos hizo acercarnos al improvisado altar y a pesar de ser neófitos en el rezo, dijimos un Padrenuestro, tres Ave Marías y cantamos alabanzas antiguas que no tenían que ver con la navidad, pero era lo único que medio recordábamos.

Al llegar el momento de la cena, se movieron los tamales a la boca escotilla junto con el café recién colado y la canela.

Alrededor de las once de la noche sacamos la olla enorme de menudo con pata y hueso blanco sobre la escotilla con todos los ingredientes de ley, cebolla verde, cilantro, cebolla picadita, orégano, chiltepín y todo lo que necesitara. Reinaba la alegría y el júbilo estimulados por los calientitos y la canela con piquete. Estando en lo que llamábamos mesa, voltee hacia la banda de babor entre la jarcia y la orilla de la caseta y el patrón que era “El Pescado Contreras, me hizo señas con el índice a que me acercara. Entonces me dijo: “Tu y el Yeto que son los más fuertes, suban a la cenefa y de arriba bajen el toldo y lo tienden en la cubierta por el lado de la popa, para que no tengan frío los cachanillas y los americanos. Nos encaramamos, aventamos el pesado toldo que era enorme por un costado y lo arrastramos a la popa. Hicimos un tenderete muy parejo y después de cenar el menudo, los cachanillas se dispusieron a irse, pero “El Pescado” les dijo que se quedaran a dormir bien protegidos del frío. Los americanos hicieron lo mismo. Como a la media noche nos fuimos quedando dormidos.

A la mañana siguiente. Al despertar en mi camarote donde dormía con los pies colgados porque no cabía, se acercó el maestro Moro y me dijo:

“¿Que les trajo el Santa Clos?”

“Nada, ¿por qué?”

“Yo creo que si te trajo algo. Busca”.

Era muy bromista y casi nunca hablaba con la verdad.

“Levanta la almohada, grandote”, me dijo.

Levanté la almohada y descubrí que Santa Clos me había dejado una lata de salsa de tomate Valvita.

No sé quien fue el Santa Clos esa noche, pero a cada uno de nosotros, incluidos los americanos y los cachanillas, nos amaneció una lata o un frasco de algo, Spam, ejotes, leche Carnation, elote en lata, chícharos, carne da cabeza, frascos de Nescafé, mermelada, frijoles Rosarita, de todo.

Nadie confesó ese gesto y nunca supimos quien lo hizo. Después de desayunar menudo los cachanillas se dispusieron a partir. Vimos que no traían nada con que abrigarse, me llevé al Yeto al camarote y le dije: “¿No te rajas?” Yo traía una sudadera azul con capuchón que no me había puesto nunca, el Yeto traía una color roja del mismo tipo. “Ya vas Barrabas”, me dijo. Se las dimos a los muchachos Cota Romero. El maestro que se había levantado antes que todo, les había llenado un canasto con latas, Nescafé, tortillas, pan birote, de todo. En ese tiempo abundaba la comida, en cada viaje quedaban rezagos de latas de corned beef, de Spam, de leche de bote, de todo.

Había abundancia y generosidad de parte de los armadores. El maestro se las entregó. Los americanos se fueron también muy agradecidos.

El día 26 aparecieron Ramoncito Bustamante y Gustavito Lozoya que habían salido de Peñasco el día 25 de diciembre en un Pick up nuevo, viajaron a través de caminos intransitables, trayendo las partes por tierra para la máquina del Río Yaqui.
¡Felíz Navidad! Que la Paz de Cristo Jesús reine en su hogar.

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